Hace poco más de siete años recién llegada a este país, debí prepararme para vivir la experiencia de mi primera temporada de huracanes y hacer el cubrimiento informativo.
Entonces no entendía la magnitud el conmovedor llamado que estos sucesos naturales tenían y los impredecibles efectos en los lugares por donde pasaban. Eso aumentaba más esa sensación de zozobra e incertidumbre. Finalmente llegó Irma, el 10 de septiembre del 2017, golpeando la Florida y los estados del sureste del país.
Al momento de escribir este artículo, la sensación de incertidumbre ha vuelto ante el paso de Milton y todos los pronósticos devastadores que difunden los medios informativos y los expertos. En aquella primera experiencia, desde mi país me solicitaron una crónica sobre el huracán no desde el desastre, sino desde un enfoque positivo. No entendía cómo ante una situación desastrosa y atemorizante, podía haber algo positivo, pero hoy lo entiendo.
En menos de dos semanas, las mismas comunidades han pasado por la zozobra, y sin terminar aún de remover los escombros del paso de Helene.
Con víctimas aún sin encontrar, un nuevo llamado de la naturaleza activó los sistemas de movilización, prevención, evacuación, atención y solidaridad, no sólo de las autoridades, sino de organizaciones comunitarias para afrontar este tipo de situaciones naturales que, aunque no se pueden detener, ni controlar, sí se pueden prevenir y minimizar en el alcance de sus consecuencias y lo más importante, en proteger la vida de las personas. La gran ventaja en este país para afrontar este tipo de situaciones catastróficas es que se tiene bien aprendida la lección de la prevención.

Retomo parte del texto de entonces explicando que el rugido de la naturaleza, aunque intimidante, es una manifestación de su grandeza y poder para poner a prueba la vulnerabilidad de la especie humana. Los fenómenos naturales son una evidencia de que tal vez, el único poder que el hombre aún no ha podido controlar, es el de la naturaleza.
Los expertos argumentan la necesidad de que este tipo de manifestaciones ocurran para renovar el medio ambiente y desacelerar el calentamiento global, tema al que pocos le prestan la atención que necesita para la supervivencia de las futuras generaciones.
En este sentido, y aunque parezca contradictorio, este tipo de fenómenos deben aceptarse no sólo como señales de destrucción, sino también como eventos benéficos para la regulación climática y la estabilización de la temperatura en los trópicos. Es conmovedor ver el clamor desesperado de una mandataria local cuando le pide a sus ciudadanos que evacuen sus hogares para salvar sus vidas o el llanto de un especialista que ante miles de televidentes se quiebra al pronosticar los posibles efectos devastadores del huracán, recordando sus experiencias en huracanes pasados.
La tragedia, el dolor y la desolación ocasionadas por situaciones que no dependen de las capacidades humanas, sí pueden activar lo mejor de la naturaleza humana, para sobrevivir, solidarizarse, unirse y volver a empezar. Las manifestaciones de la naturaleza no son de ira, sino de fortaleza para resistirse a las inclemencias de la humanidad que a veces quiere controlarla. Sin saber qué pasará, después de la incertidumbre siempre llega de nuevo la serenidad y la brisa recupera su persistente y tranquilo silbido para seguirle coqueteando a las olas y las palmeras.
Por : Omaira Martínez Cardona
Periodista colombiana